viernes, 19 de febrero de 2010

La hipocresía del BNP


El pasado domingo 14 de febrero, el Partido Nacional Británico (BNP por sus siglas en inglés) convocó a una sesión extraordinaria con el fin de modificar sus estatutos y los criterios bajo los cuáles solía aceptar a nuevos miembros. Hasta ese día, el BNP limitaba la posibilidad de membresía a los llamados “indígenas británicos”, o sea, británicos anglosajones.
Desde sus orígenes el BNP ha sido, y probablemente seguirá siendo, un partido racista que se opone a la llegada de nuevos inmigrantes y promueve abiertamente su deportación. Argumenta que los derechos de los británicos originarios han sido arrebatados por los extranjeros que se han establecidos legal e ilegalmente en el Reino Unido.
Ante la crisis económica y la creciente tasa de desempleo, la cantidad de seguidores del BNP ha crecido significativamente en los últimos años.
No somos pocos los británicos y extranjeros que vemos con preocupación cómo, cada vez que hay elecciones, el número de votantes que deciden darle su apoyo al BNP aumenta.
Cuando entrevisté a Simon Darby el pasado 20 de diciembre, me aseguró que tenían alrededor de 7 mil miembros que estaban esperando poder ingresar al partido. Desde septiembre del 2009, cuando la corte civil decidió darle entrada a la demanda de la Comisión de Igualdad y de Derechos Humanos, el BNP tuvo que suspender temporalmente el registro de nuevos miembros. Al considerar que en el Reino Unido, los partidos políticos no obtienen financiamiento público y dependen únicamente de las donaciones financieras de sus seguidores, la solución de éste problema era de primera prioridad para el BNP.
El pasado 28 de enero, la corte civil resolvió en contra de los estatutos del BNP y le dio dos semanas para hacer los ajustes necesarios. Ese mismo día los 14 mil miembros recibieron un correo electrónico en el que les informaban sobre la resolución y fueron convocados a una sesión extraordinaria para votar los cambios requeridos por la corte.
Por más extraña que parezca la idea de que un partido racista como el BNP aceptará con los brazos abiertos a africanos y asiáticos, sólo cinco de los 400 asistentes a la sesión votaron en contra de dejar de ser un “club exclusivo” para británicos blancos.
Tras esta modificación interna, la primera idea que me vino a la cabeza fue:
“No habrá ningún británico no – blanco que corra a inscribirse al BNP”. Pero estaba equivocada.
The Guardian publicó el pasado 11 de enero una entrevista con Rajinder Singh, un indio sij, que se cree será el primer miembro no anglosajón en las filas del BNP. Su justificación es simple: comparte la visión del BNP con respecto a los musulmanes.
Las razones por las que Singh está en contra de los musulmanes son totalmente distintas a las del BNP. Cuando tenía 15 años, su padre fue asesinado como consecuencia de los enfrentamientos entre hindús, musulmanes y sijs que se dieron durante la partición de India en 1947. En lugar de culpar a los británicos que salieron del país dejando un caos detrás de sí, Singh decidió culpar a los musulmanes porque asegura que “el Corán promueve la violencia”.
Por eso, cuando Nick Griffin, líder del BNP, se atrevió a decir en voz alta que los musulmanes eran una amenaza para la sociedad británica, decidió hacerse de la vista gorda con respecto a las demás declaraciones e incluso tomarlas como algo positivo.
Singh está convencido de que la propuesta de entregar dinero en efectivo a los extranjeros a cambio de que vuelvan a sus países de origen es “algo excelente, algo supremo”. Cree que sólo las personas realmente comprometidas con el Reino Unido rechazarían el dinero. 
Tan identificado se sintió con respecto a las declaraciones de Griffin que decidió enviarle cartas de apoyo al líder el BNP. El partido, que históricamente ha sido tachado de racista, no dejó pasar la oportunidad y comenzó a invitar a Singh a actos públicos para mostrar que “eran tolerantes con las minorías”.
Aunque Singh no es tan religioso, accedió a comenzar a utilizar turbante, pues visualmente era mucho más impactante y benéfico para la imagen del BNP.
Singh sabe que su imagen está siendo utilizada con fines políticos pero cree que su presencia ayudará a que el BNP realmente comience a cambiar por dentro.
En un recorrido que hice el pasado diciembre por Barking y Dagenham, municipios al este de Londres donde la mayoría de los concejales son del BNP, escuché comentar a los ultraderechistas que su apoyo en esos municipios no sólo se basaba en los votantes blancos, sino también en los asiáticos. Si bien nunca vi a un hindú o a un sij o a un chino saludar gustosamente a los miembros del BNP, ahora entiendo a qué se referían. No pueden desaprovechar el temor generalizado que existe en contra de los musulmanes y el estereotipo de “terroristas” y “violentos” que se ha difundido en contra de ellos.
Desgraciadamente, en éste momento de la historia, parece que genera menos temor un anglosajón ultraderechista y racista que un musulmán.

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martes, 9 de febrero de 2010

Notas de viaje / GMT + 0 en Lisboa (Día 2)

28 de diciembre del 2008

Hoy dediqué mi día entero a caminar por Lisboa. Empecé por Chiado, barrio cerca del cuál está el hostal al que llegué ayer por la noche. Deseé que mis zapatos no se hubieran mojado en el paseo de ayer, ya que tuve que recorrer las calles empinadas y empedradas con mis botas altas de piel y al final del día me costaba trabajo caminar a paso normal.

Pasadas las 10 am, comencé a caminar y aún las calles eran tan silenciosas como ayer por la noche. Tuve que andar más lento al inicio, al sentir que el eco de mis tacones contra el piso podría despertar a la ciudad que aún parecía dormida. Seguía lloviendo levemente cuando salí – “spitting”, como le llaman los británicos a la lluvia finísima -.

Bajé por callecitas angostas, que en algunas partes se convertían en escaleras. Mi objetivo era llegar a Alfama, barrio antiguo que conocí a través del título de unas canciones de Madredeus. Había leído también que fue de ahí que se empezó a extenderse el fado, ritmo tradicional lisboeta, acompañado por la guitarra de 12 cuerdas y casi siempre con tonos melancólicos y letras igualmente tristes.

Primero, descendí por Chiado hacia la Plaza de Comercio, que solía ser una de las entradas principales a Lisboa por el Río Tajo. Cuando llegué, a penas abría un pequeño mercado dominical, una especie de tianguis de antigüedades, accesorios, libros usados y cosas viejas. En el centro de la plaza comenzaban a instalar lo que imagino sería un escenario que utilizarían como parte de los festejos de año nuevo. De ahí me dispuse a caminar hacia el barrio de Alfama, y comencé a subir por calles llenas de balcones con ropa tendida, paredes con azulejos pintados, edificios de color rosa, rojo, amarillo y azul con la pintura descarapelada. Andaba con cuidado y con algo de temor de perderme, pues a los pocos minutos me di cuenta de que las calles cambiaban de nombre en cualquier esquina.

Decidí seguir la caminata sugerida en la guía que cargaba conmigo que señalaba un recorrido hacia el castillo de San Jorge, pasando por algunos miradores de la cuidad y que después bajaba por Alfama. Al seguir el mapa, logré llegar a un par de miradores desde donde observé los techos tojos de las casas y finalmente entré al castillo de San Jorge. Era un castillo antiquísimo desde donde se veía toda la ciudad. En uno de sus patios, un señor tocaba música medieval con su flauta y lo acompañaban dos gatos negros. Uno de ellos se llamaba “Fluffy”. En ese mismo patio, pasé junto naranjos que tenían frutos maduros en pleno invierno.

Después bajé por las calles de Alfama, que eran un poco más coloridas, con gente más gritona, con un carácter más vivo y más humano, con aceras angostísimas y con más curvas que el resto de las calles por las que había pasado. Intenté seguir paso a paso el mapa de la guía, pero logré perderme y al bajar escaleras de pronto me topaba con puertas de madera vieja y pintadas de verde; o con túneles hechos de balcones donde escuché a gente charlando de ventana a ventana; o tenía que esquivar ropa limpia que estaba tendida en plena calle y que no se había alcanzado a secar por la lluvia de ayer.

Cuando me perdí, estaba buscando el Museo del Fado. Si bien sabía de la existencia de éste tipo de música, desconocía los detalles sobre sus orígenes y sus más famosos cantantes y músicos. Después de muchas vueltas llegué al museo que era pequeño, sin más información que la meramente necesaria y con mucho fado cantado por mujeres, por hombres y aprendí que Amalia Rodríguez es una de sus más famosas artistas.

Aprendí también que el fado se toca tradicionalmente en locales pequeños o en casas y casi siempre a puertas cerradas. Es una música triste y melancólica que, hasta que Amalia Rodríguez comenzó a grabar sus discos y se hizo famosa, era un tipo de música clandestina con letras que se inventaban en ese mismo momento, adaptándolas a los sentimientos de las mujeres que se habían quedado solas porque sus maridos se habían ido a la guerra o a las colonias portuguesas en África.

De ahí retomé mi camino de vuelta al hostal. Por coincidencia, esa noche se organizó la salida a un local tradicional de fado. “No es un local para turistas, sino para lisboetas”, nos explicó Bernardo, otro oriundo que la hacía de guía en el hostal. Pocos nos dimos cuenta de que habíamos llegado al local, pues sus puertas estaban cerradas y tuvimos que tocar para que nos abrieran. Salió un hombre de unos 60 años, ataviado con un traje gris, con chaleco y corbata verdes y bien peinado.

El nombre del local lo conocimos porque estaba escrito en sus menús, mas no en algún anuncio colgado en la calle. Se llamaba “Caldo Verde” y tal como lo había leído en el museo, era pequeño y en un rincón tocaban dos guitarristas: uno, una guitarra de 12 cuerdas y otro, una guitarra española clásica. El cantante podía ser el señor que nos abrió la puerta o cualquiera del público que quisiera pararse a cantar. En cuanto alguien empezaba a cantar, nos pedían guardar silencio. No era un local donde mientras se cenaba o bebía se escuchaba fado sino lo contrario.

La primera mujer que se paró a cantar estaba entre el público y, por su vestimenta más bien moderna, con botas grises y altas y un vestido negro que no le llegaba a las rodillas y que tenía un estampado de estrellas blancas de diferentes tamaños, no imaginé que cantaría tan bien y con tanto sentimiento. Su voz era gruesa y muy bien entonada y no pude evitar preguntarme si todo lisboeta tendría esa habilidad de cantar tan bien.

En este mismo local probé por primera vez el vino verde, un vino blanco espumoso y seco que se toma frío.

La noche terminó a eso de las 2 am, cuando la mayoría se pasó a un club nocturno mucho más moderno. Yo mañana parto a Barcelona, así que decidí regresar a dormir un poco. Me hubiera gustado estar más días en esta encantadora ciudad. Mañana pienso perderme de nuevo en algunas calles del centro, antes de tomar mi autobús que cruzará la Península Ibérica de punta a punta.

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lunes, 8 de febrero de 2010

Notas de viaje / GMT+0 en Lisboa (Día 1)

27 de diciembre del 2008


Llegué ayer por la noche a Lisboa. Sus calles estaban en silencio, casi vacías. Sólo las luces, los adornos navideños y los anuncios espectaculares llenaban la vista de ruidos. Siguiendo las indicaciones de un mapa que imprimí de internet, me dispuse a tirar de mi maleta por sus aceras hechas de pedacitos de piedras negras y de color crema. En medio de ese silencio, el ruido de las ruedas resultaba hasta escandaloso.

Lo primero que noté, con gusto al inicio, pero con un poco de preocupación después fue la inclinación de las calles lisboetas. Son calles que suben y bajan de manera dramática, son curvas que de pronto se vuelven angostas y después de unos metros de haber iniciado el recorrido, me percaté de que quedaba poco espacio para que alguien más pudiera caminar por la acera junto a mí y mi pequeña maleta marrón.

Se respira una tranquilidad única, pero no es una ciudad muerta. Es una ciudad que te acoge en silencio y que si te dejas perder en sus arterias que no siguen un orden racional, la conoces mejor y te disuelves poco a poco en ella.

Aún no he caminado mucho por sus calles. Hoy me uní a un recorrido en auto que nos llevó a siete pasajeros y a un conductor (Lisboeta él, llamado Bruno) por Sintra, Belem, el Palacio de Pena, Cascaiç y el punto más al occidente de Europa. En Sintra se refugiaba Lord Byron y toda ella está llena de callecitas angostas con una influencia árabe que se refleja en los azulejos pintados que llenan las paredes de sus casas y locales. En medio de nuestro recorrido, paramos en dos tiendas que vendían tartas.

"Los dulces son parte de nuestra cultura porque al ser los portugueses uno de los primeros en comerciar con los árabes, trajimos el azúcar y empezamos a hacer experimentos con ella", explicaba Bruno, un joven moreno de ojos verdes, risueño, conductor y guía. No únicamente los dulces, - que de tanta azúcar pueden empalagar a un paladar poco acostumbrado - sino también en la arquitectura de sus palacios se ve y se nota la influencia árabe. Bruno asegura haber leído recientemente un artículo que aseveraba que el 54% del DNA de los portugueses proviene de los moros.

Tuvimos poca suerte con el clima. La caminata para llegar al Palaço da Pena fue sólo el inicio de un día húmedo y brumoso, raro en estas partes de continente. Es como si Londres no quisiera que lo desplazara cada vez que piso nuevas ciudades que encuentro fascinantes de alguna manera.

Pese a esa humedad que goteaba agua por todas y cada una de las partes expuestas a la intemperie, el Palaço da Pena me mostró una manera diferente de ver los espacios. Arcos, caminos que llevan a jardines ocultos desde donde se ve bosque y mar, un saturar de decoraciones en los techos y las paredes por "el horror al vacío", sillones tallados en madera con un detalle tan complejo y continuo que hacía difícil encontrar un inicio y un fin. Amarillos, rojos, azules, verdes, rosas. Cúpulas con bebederos, plantas tropicales, motivos para construir palacios como el mero amor al arte o a una bella mujer.

De ahí fuimos a las playas de Cascaiç, que son de un azul único. No es el azul turquesa del Caribe, pero tampoco el azul profundo, azul marino de los mares del norte que conozco. Es un azul único, con arena sin rocas, con olas que rompen limpias y salpican sal y espuma al que pasa a su lado. Es como un azul verde pero un poco más azul que verde.

También leí un tablón de piedra pegado a una columna que anuncia que estamos parados en un punto donde "termina la tierra y empieza el mar", porque es el punto más al occidente de todo Europa. Y seguimos por la costa y llegamos a Belem. Un lugar que fue absorbido por Lisboa pero que antes era un lugar lejano. Belem tiene monumentos como su torre que imponía con su presencia a los navegantes que llegaban al puerto cuando Portugal vivía su época de oro como potencia naval, pero que después se convirtió en prisión y después sólo un recuerdo de esos grandes tiempos. Frente a ella está el monasterio de los Jerónimos que impone por dentro y por fuera. Se le nota la edad en los estilos góticos, en sus detalles de los techos altos, y pese a que sólo se alcanza a ver desde lejos y desde abajo, el tiempo se ha quedad con algunas partes del techo y de las columnas y se ha comido el cobre que ahora es verde. Belem también es famosa por sus tartas de crema pastelera con canela y azúcar por las que los lisboetas se forman 20, 30 minutos, aún en días como hoy que no dejó de llover de 9 a 9.
Aquí la vida pasa tranquila, lenta, de manera parsimoniosa. Se vive el hoy y se disfruta con una sonrisa. Aquí la gente disfruta vivir con calma los pequeños detalles de la vida. Ven el lado positivo dentro de lo inevitablemente melancólico. Es vivir orgullosos y felices de lo que fueron pero que ya no son, y celebran lo que ha sobrevivido a las derrotas y las guerras, como sus vinos, su gastronomía, sus tiempos. Son las sonrisas de los niños y niñas que tienen una paz que se transmite con sólo pasar a su lado.

Portugal y su gente es como ese alguien que te gustaría ser, porque es feliz con lo que tiene, con su cultura, su herencia, pero no impone nada. Sólo disfruta y goza.

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Mi visita a The Guardian

En febrero del 2004, cuando decidí renunciar a mi puesto de reportera de la Sección Nacional del Periódico Reforma, le anuncié a mi ahora ex jefe que me iba con el fin de buscar una beca para estudiar un postgrado en Londres. Mi ex-jefe, que toda su vida ha sido periodista, me recomendó que cuando tuviera la oportunidad visitara la redacción del periódico The Guardian. "Siempre he querido visitarla. Si puedes date una vuelta y me cuentas", me dijo.

Desde que llegué a Londres en septiembre del 2006, nunca dejé de tener presente su "encargo". Sin embargo, no fue sino hasta hace unas semanas que logré visitar la redacción del diario que fue fundado en la ciudad de Manchester en 1821.

En realidad todo sucedió como consecuencia de casualidades y charlas sobre mis deseos de volver a trabajar en un medio impreso.

El pasado diciembre, tras haber filmado un segmento para un programa de televisión japonés en Brighton, Tony - sobre quién hablé en un post pasado - y yo, comenzamos a charlar mientras esperábamos el "Fish and Chips" (pescado empanizado con papas fritas) que ordenamos para comer en el único local abierto frente al mar. Si bien el lugar estaba vacío, nos sentamos en la estrecha barra de madera con vista hacia el mar. El color del océano, que alcanzábamos a ver de la ventana algo empañada por el calor, era gris por el reflejo del cielo nublado de invierno. El pequeño restaurante atendido por un hombre panzón, calvo y sonriente, olía a aceite y pan quemado y mientras tomábamos un té con leche, comencé a contarle a Tony sobre mis experiencias laborales antes de llegar a Londres. La última vez que nos habíamos visto, él me había contado sobre sus aventuras con Jeremy Paxman y sus inicios como camarógrafo y ahora era mi turno.

Mientras degustábamos uno de los Fish and Chips más sabrosos que he probado, comencé a repasar en voz alta mis memorias de mi paso por Reforma y la Secretaría de Economía. Se hacía tarde y necesitábamos partir a Londres, así que tras pagar la cuenta, continuamos la charla en el auto de Tony.

Mis historias no eran tan emocionantes como las de él, pero me escuchaba atentamente mientras manejaba sobre las carreteras planas de Inglaterra. (Para poder manejar por curvas hay que subir hasta Escocia o a la zona del Lake District.) El rechinar de los limpia parabrisas y la música de Joshua Radin acompañaban nuestra charla. Cuando terminé de contarle mis vivencias, me dijo entusiasmado que conocía a alguien en The Guardian y que me lo podía presentar. Me aclaró en ese mismo momento que no sería para darme trabajo (desafortunadamente), pero que una visita guiada era totalmente posible. Recordé la sugerencia de mi ex jefe y acepté de inmediato. Además soy lectora de The Guardian y siempre había tenido la curiosidad de visitar una redacción británica.

*****
Bill (el amigo de Tony) y yo tardamos un par de meses en ponernos de acuerdo sobre la fecha de mi visita a la redacción. Al ser editor y coordinador de corresponsales internacionales, se le dificultaba encontrar un día entero que pudiera dedicar a mostrarme el nuevo edificio de The Guardian en York Way, cerca de la estación de tren y metro de King's Cross. Sin embargo, el pasado 21 de enero, los dos conseguimos encontrar un espacio libre y quedamos de vernos a las 13:00.

Contrario al viejo edificio del periódico que estaba en la zona de Farringdon, cerca de la zona financiera de Londres, y que parecía un bloque de concreto y ladrillos, el nuevo edificio es moderno y con paredes de cristal. Para llegar a la recepción se deben de tomar unas escaleras eléctricas y pasar por una sala de exposiciones de arte. Si no fuera por las letras grandes que forman los nombres “The Guardian” y “The Observer” colocadas al lado de las pinturas y esculturas, sería difícil adivinar que tras los cristales en forma de curvas se esconde una redacción.

Bill cruzó la puerta unos minutos después de las 13:00. Por su tono de voz lo imaginaba más joven. Se podría decir que es un típico hombre británico de 40 y tantos años. Calvo, alrededor de 1.80m de estatura, con algo de sobrepeso, y tez blanquísima y con pecas. También como la mayoría de los británicos que he conocido, es cordial y amable en su trato.

Sonriente en todo momento, me mostró los dos pisos que conforman la redacción del diario que se define como de centro – izquierda en su tendencia política. Mi primera impresión fue que todo era muy similar a lo que vi en Reforma, a diferencia de que todos los reporteros utilizan unas Mac que normalmente se destinan para diseño gráfico. Después de unos minutos entendí por qué. Si bien hay diseñadores tanto para la versión impresa como para www.guardian.co.uk, los reporteros en este diario deben escribir siempre dos versiones de sus notas: una para el impreso y otra para la página de internet. Cuando escriben sus notas para la página web, introducen directamente su texto en una página prediseñada.

La redacción lucía vacía. No esperaba lo contrario, pues lo mismo sucedía en el periódico que trabajé por dos años y medio. Muy pocos estábamos en nuestros escritorios antes de las 4 de la tarde.

También al igual que en Reforma, había estudios de radio y de televisión, pero acá había tres estudios de TV y dos de radio, así como salas de edición de audio y de video. También nos asomamos por la bodega donde almacenan los equipos de video, con cámaras Z1 y Z7 de Sony que les entregan junto con una laptop a los reporteros que se van a cubrir eventos o guerras al extranjero.

“Un periódico ya no puede pensar únicamente en los textos que les envían sus reporteros. Cuando enviamos a nuestros reporteros a cubrir eventos grandes como las elecciones en Afganistán, los mandamos casi siempre con una cámara que deben de llevar con ellos. Deben hacerla de reporteros y camarógrafos”, me explicó mientras pasábamos detrás de los pocos reporteros y diseñadores que estaban escribiendo algún reportaje que se publicaría el fin de semana.

Pasamos también frente a una pizarra donde estaban pegadas todas las páginas que serían publicadas en The Observer del 24 de enero. La mayoría ya se habían enviado a la prensa – ubicada en la zona de los Docklands, al este de Londres – y sólo algunas lucían huecos blancos que serían llenados el sábado por la tarde o noche. Cuando adquirí The Observer ese domingo, abrir sus páginas me revivió la seguridad de saber lo que estaría publicado ese día. Ya hacía unos 6 años que no abría un periódico con esa sensación en mente.

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La visita a The Guardian no sólo me sirvió para recordar mis días como reportera y mis días en la redacción de Reforma. También me ayudó a reconsiderar las rutas a seguir si decido reinsertarme en el mundo del periodismo escrito.

Charlando con Bill llegamos a la conclusión de que, para poder trabajar en un periódico grande e importante como The Guardian, saber escribir bien es tan sólo una pequeña parte de las habilidades que se requieren hoy en día. Dado que, aún en un periódico, la información debe ser distribuida por internet, con audios y con video, lo ideal es tener conocimiento de programación de web, de manejo de software de edición de audio y saber utilizar una cámara que antes sólo se atreverían a tocar los camarógrafos preparados.

Pese a mi pasión por las crónicas y los reportajes largos, de acuerdo con Bill, en el Reino Unido la tendencia de los medios impresos va más hacia los reportajes multimedia, que junto con un texto claro, conciso y de buena calidad, esté un video o un gráfico que ayude a digerir más pronto la información.

La idea de la información multimedia no es algo totalmente nuevo para mí, pues en Reforma, a través de reforma.com se hacían esfuerzos en ese sentido. La diferencia ahora es que, a consecuencia de los recortes y la escasez de fondos, la labor se le va encomendando cada vez más a una sola persona. Ahora al salir a cubrir un evento o un accidente o un fenómeno natural, el reportero no sólo debe pensar en el ángulo de la nota, sino en cómo colocar la cámara, en si el audio es de buena calidad e incluso, a veces, cómo acomodará todo en una misma pantalla.

La crisis no sólo se refleja en que los reporteros la tienen que hacer de camarógrafos o fotógrafos. También ha resultado en recortes en personal que llevó a The Guardian y The Observer a despedir más de 150 trabajadores en el 2009. Incluso corre el rumor de que The Observer se convertirá en una edición mensual o desaparecerá muy pronto por falta de fondos.

La situación de los periódicos en el Reino Unido no es tan desesperanzadora como en Estados Unidos, pero Bill me confesó que en el 2010 no habrá nuevas contrataciones.

A pesar de esto, al caminar por los pasillos de The Guardian queda poco espacio para la duda sobre su importancia en la opinión pública del Reino Unido, Europa y del resto del mundo. Estar dentro de la redacción de un periódico así, me hizo sentir afortunada, y no pude evitar añorar reportear y escribir para un periódico como éste.

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jueves, 4 de febrero de 2010

Mi encuentro con Pamuk

Había visto su rostro en la contraportada de los libros cuando quería descansar mi vista de las diminutas letras sobre el papel. A veces, tomaba un descanso para pensar sobre la vida del Orhan adolescente que transcurría entre las calles traseras del barrio de Nişantaş. Algunas otras, decidía reflexionar con calma sobre los sucesos de la lejana ciudad de Kars que me imaginaba pequeñísima, sucia, llena de nieve y paupérrima. Por mis pocas referencias de Turquía -que únicamente incluyen algunos paisajes estambulíes- a Kars también la imaginaba con una mezcla entre oriente y occidente que seguramente es falsa.

Mi interés en Orhan Pamuk había nacido una tarde de junio en la librería del Fondo Económico de Cultura que fue construida en lo que en mi niñez era el cine Bella Época. Me encontré con una ex-colega del periódico Reforma y una amiga de ella buscaba desesperadamente el libro de Estambul: ciudad y memorias.

Cuando decidí viajar a Estambul, en lugar de Barcelona o la Ciudad de México en invierno del 2009, me pareció que sería buena idea cargar con el libro que la chica no había encontrado en ninguna librería de México y que yo encontré olvidado en un rincón de una librería del aeropuerto de Barajas en Madrid.

Una semana después de haber vuelto de Estambul, me fue enviado un correo electrónico automatizado por parte del South Bank Centre con la lista de sus actividades de enero. Una de ellas era la presentación del nuevo libro de Orhan Pamuk: El Museo de la Inocencia. Decidí adquirir el boleto inmediatamente. Nunca antes había tenido la oportunidad de conocer a un escritor de carne y hueso y los libros de Pamuk me habían fascinado como no me sucedía desde que leí por primera vez a Juan Marsé.

Ese lunes de enero nevaba en Londres. Si bien la nieve se alcanzó a derretir tras un par de horas de haber caído a las aceras grises y sucias, éste fenómeno poco común en esta ciudad logró causar retrasos significativos en el transporte público. Temí no llegar a tiempo, pero cuando entré y me senté en el asiento 8 de la fila MM, la Queen Ellizabeth Hall aún estaba casi vacía.

Conforme pasó el tiempo, las butacas comenzaron a ocuparse y unos 5 minutos después de las 19:30 salió Pamuk acompañado de Hermione Lee, una biógrafa británica. Los primeros 15 minutos, Pamuk, leyó 3 páginas de su nuevo libro en un inglés con un marcado acento turco y con un ritmo pausado pero fluído. Su voz que se entrecortó varias veces me hizo pensar en los nervios que estaría sintiendo el escritor estambulí que leía en inglés ante un público mayoritariamente británico y que usualmente pasaba sus días encerrado y sentado frente a un escritorio. Me pareció un poco más viejo que en la foto que había visto de él en mis libros y su caminar lento y un poco torpe, comenzaba a mostrar los estragos de la edad.

Después de su lectura vinieron las preguntas de Lee - que insistía en preguntar sobre los apasionados y obsesivos personajes de la novela - y finalmente las preguntas del público. Me quedé con ganas de pedirle algún consejo para poder vivir única y exclusivamente de la escritura, tal como él lo había logrado. Si bien es un hombre con un talento notable, el talento casi nunca es suficiente para poder vivir de escribir novelas y ensayos.

Entre preguntas y respuestas, Pamuk nos regaló la historia de la foto de la portada de su nuevo libro y su manera de contarla nos mostró a un hombre sencillo, despreocupado e incluso tierno.

Encontró la foto de la porta de El Museo de la Inocencia en una especie de ebay turco y decidió cambiar el fondo de la foto, que originalmente fue tomada cerca de un bosque de Anatolia, por un paisaje en Estambul, incluyendo el Bósforo y algunas mezquitas. Caracterizó a los personajes para que fueran estereotípicamente de la década de los 70 -le agregó tirantes a uno de los hombres- y cuando la portada se fue a la imprenta, deseó en secreto que ninguno de los personajes de la foto siguieran vivos para evitar cualquier clase de problema legal.

Contrario a sus deseos, una de las mujeres de la foto seguía viva. Uno de sus colaboradores la localizó y le contó la historia de la portada. Ella a sus casi 90 años, se sintió alegre de haber alcanzado la fama a ésas alturas de la vida y se tomó una foto con el libro de Pamuk.

No me quedé con las ganas de estrecharle la mano, pedirle que me autografiara mis dos libros: Estambul: Ciudad y Memorias (en español) y Snow (en inglés).

Pese a que la fila para los autógrafos era larguísima y a que se notaba agotado, Pamuk no dudó en estrecharme fuerte la mano, regalarme una sonrisa sincera y hacer un gesto infantil de sacarme la lengua de manera juguetona tras haber firmado los dos libros.

Hace unos días que comencé a viajar con El Museo de la Inocencia en mi bolsa de mano. Cada vez que abro el libro, no puedo evitar recordar a Pamuk y la historia de la señora que se hizo famosa a los 80 y tantos años.

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