sábado, 7 de agosto de 2010

El largo y difícil camino de vuelta a casa





Los últimos tres meses de mi estancia en Londres, visité una vez por semana uno de los Centros de Detención de Inmigrantes. Mis visitas las llevé a cabo como parte de un voluntariado que realicé con una organización civil que le da apoyo emocional a los inmigrantes que están detenidos en una especie de cárceles. He aquí una pequeña crónica de mis visitas a alguien que conocí bajo el nombre de Ahmet.

El largo y difícil camino de vuelta a casa

Por Hanako Taniguchi Ponciano

Entrar ilegalmente a un país tiene sus complicaciones. Pero salir de él, aún con una orden de deportación, tampoco es tan fácil como parece. El caso de Ahmet es un ejemplo claro.

Ahmet, el persa albino

Por primera vez en mucho tiempo, Ahmet quiere volver a casa. Pero su nacionalidad se lo impide. Desde hace más de tres meses tiene en su mano una orden de deportación que en teoría lo obligaría salir inmediatamente del Reino Unido. Sin embargo, sigue encerrado en el Centro de Detención de Inmigrantes de Colnbrook, ubicado al oeste de Londres. Los roces diplomáticos entre Irán y el Reino Unido han imposibilitado su regreso. 

Ahmet es un iraní de 31 años y a diferencia de la mayoría de los persas, es rubio, de piel blanca – casi transparente – con ojos claros. Es albino. 

Hablamos por primera vez una noche de marzo en uno de los 10 Centros de Detención de Inmigrantes con los que cuenta el Reino Unido. Con su inglés marcado con un fuerte acento persa, me contó que lleva ya casi 12 años fuera de Irán y que no tenía intenciones de volver pronto. Todo cambió cuando fue sorprendido con un pasaporte falso intentando viajar de Londres a Canadá. Tuvo mala suerte. Un oficial de migración en el aeropuerto de Heathrow notó algo raro en el documento que había usado sin problema hasta ese día.

Después de una media hora de haber iniciado nuestra charla, me confesó que Ahmet no era su nombre real. Es el nombre que decidió ponerse cuando mandó a hacerse su primer pasaporte falso. Con él entró a Alemania y a Holanda, lugares en los que vivió cinco años respectivamente. Con ese mismo documento llegó en el 2007 al Reino Unido. Prefirió no decirme cuál era su nombre real. Si nos volvíamos a ver después, y le generaba suficiente confianza, tal vez lo haría. Antes no.

Tras ser sorprendido, estuvo preso tres meses y tres semanas en la prisión de Portsmouth, una pequeña ciudad porteña al sur de Inglaterra. Después de cumplir su condena, lo trasladaron al Centro de Detención de Inmigrantes de Colnbrook, que queda a unos 5 minutos en autobús de Heathrow e, irónicamente, junto a un hotel de lujo con vista a los aviones que despegan del aeropuerto más concurrido del mundo. La abogada que le asignó el gobierno británico le había asegurado que en máximo un mes lo deportarían a Irán. Ya se había hecho a la idea de que después de 12 años de haber salido de Teherán, volvería a ver a sus padres y a sus dos hermanos. 

Su viaje estaba programado para finales de marzo. La fecha era perfecta para llegar a celebrar el año nuevo persa. Su boleto a Teherán era sólo de ida. Las autoridades estaban tramitando que a su llegada pudiera recibir algo de dinero. Así es como lo indica la Organización Internacional para la Migración (OIM), de la cuál es parte el Reino Unido. En teoría, Irán también es parte de esta organización. Sin embargo, hace poco la oficina de la OIM decidió cerrar su sede en Irán por presiones políticas. Y ahora, los iraníes que desean volver a su país de origen protegiéndose en las leyes internacionales están imposibilitados para hacerlo. El gobierno británico no quiere asumir las responsabilidades de ser acusado de enviar a iranís de vuelta a su país sin cumplir con las reglas internacionales. Así que hasta que encuentre la forma de hacerlo, Ahmet no puede volver a casa.

Los centros detención de inmigrantes

El propósito de los Centros de Detención o Traslado de Inmigrantes es el de albergar a los extranjeros que pronto serán deportados. Los motivos de deportación van desde haberse quedado más de lo que permite una visa, haber entrado ilegalmente al país, haber cometido un crimen siendo extranjero o que la solicitud de asilo político haya sido rechazada. 

Estar en un Centro de Detención o Traslado de Inmigrantes es intimidante. Por los niveles de seguridad que se manejan, es como si se estuviera entrando a una cárcel de máxima seguridad donde asesinos múltiples y violadores están encerrados. En realidad, la mayoría de los detenidos no han cometido mayor delito que intentar burlar a las autoridades migratorias. 

La rutina de revisión siempre es la misma. Una oficial que porta un gafete con un nombre en polaco imposible de pronunciar me pide que le muestre mi pasaporte y un comprobante de domicilio. Después de haber ingresado mis datos personales al sistema, me pide que me pare frente a una pequeña cámara que está colocada junto a la pared. Acto seguido, me dice que coloque mis dedos índice y medio de ambas manos. Mientras, imprime mi gafete y me recuerda que lo debo de portar en todo momento. De lo contrario, me obligarán a abandonar las instalaciones de inmediato. Se sabe de memoria las líneas que tiene que repetir cada vez que llegan visitantes.

Al salir del centro de registro de visitantes, camino unos 3 metros para ingresar al edificio principal. Al cruzar la entrada, aparece una puerta gruesa de metal con una pequeña ventana de cristal. Para que el oficial en turno pueda abrirla, debo de poner mi dedo índice en un detector con una luz roja, como un lector de código de barras, pero en éste caso, de huellas digitales. Sólo después de que el sistema ha identificado la huella digital que registré hace algunos minutos, abre la pesada puerta con un ruido estruendoso. Espero a que se cierre la primera puerta para que se abra otra puerta igual de pesada y escandalosa. 

Después, sigue la revisión personalizada. Se debe aguardar a que un agente de seguridad aparezca para hacer la revisión. Hay unos pequeños sillones azules donde me siento a esperar. En la pared de enfrente está pegada una hoja con una lista de objetos que no se pueden introducir –pasadores, pinzas para cabello y gorros – y una advertencia: los oficiales tienen el derecho de revisar hasta por debajo de la lengua, literalmente. 

Como soy mujer, debo de esperar a que una agente se desocupe. Unos minutos después, aparece una mujer rubia de unos 40 años, vestida con un pantalón negro y una chaqueta azul obscuro. Primero me pide que extienda mis brazos hacia los lados, a la altura de mis hombros. 

Pasa sus manos por todo el cuerpo, debajo de las axilas y entre las piernas. Me dice que debo de levantar un poco mi blusa para que pueda pasar sus manos por los bordes del pantalón a la altura de la cintura. Después me pide que me quite los zapatos, revisa el interior de los zapatos y me pide que le muestre la planta de mis pies. Dependiendo del humor de la mujer que me revisa, a veces debo abrir la boca y pegar la lengua a mi paladar. A veces no. Después, espero a que otro oficial me lleve a la sala de visitas. 

Aparece un hombre alto, de origen africano y de cabello rizados con un juego de llaves que cuelgan de su cinturón. Lo sigo y después de subir unas escaleras, llegamos a la sala en la que los detenidos reciben a sus visitantes. Antes de pasar a la sala, me piden de nuevo poner mi dedo índice en el lector rojo. Suena un timbre al otro lado del mostrador. El agente de seguridad en turno saca sus llaves y me abre la puerta. Por fin me puedo sentar a charlar con Ahmet.

Una larga espera

A lo largo de las visitas que he hecho a Ahmet, me ha ido confesando detalles sobre su vida antes de que llegara al Reino Unido. Una vez me contó que es apasionado del boxeo y que de pequeño soñaba ser boxeador profesional, “como Oscar de la Hoya” y se emociona al saber que soy mitad mexicana. 

Otras veces me cuenta que no salió de Irán por cuestiones económicas. Su familia, de hecho, no necesita de ingresos extras. Su padre se dedica a la inspección de las plataformas petroleras al norte de Irán y su hermana y su esposo tienen dos tiendas de muebles que les han permitido mantenerse bien, aunque con pocos lujos. Dice que él salió de Irán porque no encajaba.

“Soy blanquísimo y me sentía fuera de lugar, así que a los 18 años salí de Irán y me dije que no volvería jamás”.

Sin embargo, admite que cuando le dijeron que lo regresarían a Irán, de pronto le nacieron ganas de volver a ver a su familia y de estar en su país de origen.

Algunas veces se nota más desesperado que otras por el encierro. Confiesa que se siente asfixiado. Las habitaciones tienen ventanas que no se abren y los espacios comunes como los comedores o el gimnasio tienen ventilación artificial.

Su estancia aquí no ha sido fácil. Como él, la mayoría de los internos desconocen cuándo es que van a salir de su encierro que parece durar, casi siempre, más de lo esperado. Aún cuando el gobierno británico asegura que los Centros de Detención de Inmigrantes no son cárceles, sino estancias temporales con facilidades culturales y deportivas, Ahmet recuerda que había menos seguridad en la prisión de Portsmouth y que allá los carceleros eran más amables.

La ansiedad y la incertidumbre han empujado a algunos a tomar medidas desesperadas. En una de mis visitas me cuenta que un día, encontraron a un muchacho marroquí de 19 años tirado en el piso y echando espuma por la boca. Se rumoraba que al borde de la desesperación decidió mezclar crema para cuerpo, crema para afeitar, shampoo y acondicionador e ingirió la mezcla. Llevaba días sin comer, así que el efecto fue peor. Lo tuvieron que llevar de emergencia al hospital. Ya ahí, confesó que se la pasaba deprimido y que tenía pensamientos suicidas. Fue deportado dos días después.

Ahmet no me niega que a él también se le ha pasado por la cabeza hacerse daño físico para ver si así aceleran su proceso. Pero siempre que lo vuelvo a ver, me dice que desistió de hacer algo radical. Algo lo hace permanecer paciente. Me confiesa que le emociona la posibilidad de ver a su madre y a su padre y conocer en persona a su sobrina. 

Al principio contaba los días que había estado encerrado pensando que serían pocos. Cuando se dio cuenta que llevaba ya más de 100, dejó de hacerlo. Prefiere no hacerse demasiadas ilusiones. Desde hace unas semanas, nos despedimos con un abrazo emotivo, pues dice, podría ser la última vez que nos veamos. Sin embargo, cada semana toma las llamadas con ese mismo acento persa y una voz que suena cada vez más cansada.

Con el tiempo me he ganado su confianza y ya conozco su nombre real. No puedo negar que me da gusto verlo, pero secretamente deseo que no me vuelva a contestar el teléfono y que me digan que se fue en el último vuelo a Irán.

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