jueves, 23 de junio de 2011

A unos días del año

Para el miércoles 23 de junio, mi habitación al norte de Londres lucía vacía. Únicamente había conservado un cobertor para verano y las tres almohadas sin fundas. La mayoría de los cajones ya no tenían nada dentro y la poca ropa que conservé, estaba doblada y acomodada en alguna de las dos maletas. Fue, por primera vez en cuatro años, un verano cálido y sofocante.

Podía dormir con las ventanas abiertas y sólo cuando los vecinos regresaban muy tomados y cantaban a todo volumen o comenzaban a patear latas de cerveza o a romper botellas de vidrio, decidía cerrar la ventana para poder dormir las pocas horas sin luz, pues a las cuatro de la mañana, el sol me obligaba a abrir los ojos y salir de la cama empapada en sudor.

La decisión de dejar Londres la había tomado desde inicios de marzo. No veía futuro en el trabajo en el que había estado por tres años y ninguna solicitud de empleo había sido respondida. Aún así entregué mi renuncia el 15 de marzo. Le di dos meses más a la vida y a mi suerte y ante la falta de respuesta, en mayo compré el boleto de vuelta a la Ciudad de México con fecha de llegada para el 25 de junio.

No fue sino unos días antes de mi partida, cuando fui con Zoi - mi compañera de piso - a Hampstead Heath a tomar el sol y a charlar, que me di cuenta de lo que estaba dejando atrás. Amigos, espacios, sensaciones, lugares, recuerdos. Aún así, no había marcha atrás. Había aceptado una oferta de trabajo en México que sonaba mucho más prometedora que mi labor de productora en una empresa de ocho personas sin ninguna posibilidad de trascender de alguna manera.

Los primeros nueve meses en el DF, me sentí fuera de lugar todos los días. Despertaba y veía colgado en mi pared un póster con la foto del Parlamento británico y suspiraba o se me corrían las lágrimas. Sentía que la Hanako que había construido a punta de vivencias y experiencias en Londres estaba en riesgo de desaparecer por vivir en una ciudad a la que no acababa de entender y por los códigos de convivencia que había dejado guardados en un cajón cuya llave no lograba encontrar.

Extrañaba - y aún extraño, para ser sincera - los parques londinenses a los que me iba los fines de semana o incluso entre semana cuando salía temprano de trabajar. Recuerdo que me acostaba en el césped y me ponía a ver el cielo de verano y eso era suficiente para recargarme de buenas energías y ganas de seguir luchando por mantener una vida por la que había trabajado durante los últimos años. En invierno, me refugiaba en casa de los amigos o compraba boletos baratos de avión y me escapaba a Portugal, España o Turquía, sola o con compañía.

Tomaba mucho te negro sin que eso me causara dolores de estómago y disfrutaba ver a mis compañeras cocinar pasteles de ciruelas o plátano. Los domingos, casi siempre bajaba a la tienda de abarrotes atendida por un señor pakistaní que siempre me preguntaba mi nombre, a comprar The Observer y dedicaba mis tardes únicamente a leer periódicos o libros en inglés o español. Me iba caminando a cualquier sitio que estuviera a menos de media hora. Era capaz de percibir detalles minúsculos en la vida diaria que aún me sorprenden al leerlos en mis notas.

Los primeros nueve meses en el DF, me la pasé prácticamente recluida en mi misma, con pocos amigos a los que les confiaba lo que realmente sentía. Pocos comprendían por lo que pasaba, y por ello, fueron cada vez menos a los que me acercaba en mis momentos de nostalgia. Prefería, entonces, leer mis notas, o escuchar música que me transportara aunque fuera unos minutos a los recuerdos que cada vez son menos palpables.

Pero como dice el dicho popular que a mi madre le encanta repetir: "el tiempo lo cura todo". Aún me siento un poco perdida en esta caótica ciudad y todavía hay días en los que me gusta estar sola y decir no a todas las invitaciones pese a que en realidad no tengo nada que hacer más que estar conmigo. Poco a poco me he logrado sentir más reconciliada con los rincones que había dejado de frecuentar por mi prolongada ausencia.

Definitivamente, la Hanako de Londres aquí no existe ni puede existir. Existe una diferente, con otras vivencias y otras necesidades.

Los días pasan y cada vez pienso menos en la capital británica con todos sus olores, ruidos, colores y climas lluviosos. Pero aún mantengo la esperanza de algún día regresar para redescubrir a esa Hana que no ha podido salir en un año.

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