Recientemente suspendí la lectura del libro de Robert Fisk titulado: "The Great War for Civilization". Las historias de Fisk como corresponsal de guerra en Líbano, Iraq, Irán, Israel, Afganistán y otros países de Medio Oriente me estaban provocando pesadillas. Una noche desperté sobresaltada porque iba caminando sobre un terreno lodoso lleno de esqueletos. Unas horas antes había acabado el capítulo sobre el genocidio en Armenia.
Ese mismo día decidí darle un descanso a mi psique y retomé a Pessoa para meditar sobre cosas un poco más intangibles. Sin embargo, la lectura de Fisk despertó en mí una fascinación por el trabajo de los corresponsales de guerra. Los relatos del periodista del diario británico The Independent contienen un sinfín de episodios heroicos que me hicieron lamentar el carecer del valor para irme a reportear a una zona de guerra.
Hace ya más de un mes que puse al británico entre "El guardián entre el centeno" y "Del amor y otros demonios".
Hoy, sentada frente a esta pantalla, estoy considerando seriamente retomar el libro y llevármelo a mi próximo viaje a Estambul. No por mero capricho o porque crea que ya no volveré a soñarme en medio de algún bombardeo. La culpa la tiene Tony.
Anthony Shearn, o Tony para los amigos, es un hombre de unos cincuenta y tantos años. A primera vista pareciera que se quedó atrapado en los años 80. Su corte de cabello es como el de Ronnie Wood, pero su pelo es totalmente blanco y ondulado y uno no puede evitar pensar en un perro french poodle al verlo. En invierno lleva una bufanda de colores que empieza con un rosa mexicano, seguido de un azul cielo, un verde esmeralda y termina con un color melón. Su tez blanca, casi transparente, tiene algo de color únicamente por sus chapas. Es cachetón, está pasado de peso y se pone mal humor cuando trabaja sin parar más de 10 horas. Él es camarógrafo y ha trabajado en producciones cinematográficas independientes. Hasta ahora, ninguna película que haya rodado ha sido nominada al óscar y tampoco ha sido acreedora de algún premio en algún festival internacional de cine. Tiene la extraña costumbre de llevar a un oso de peluche con una bufanda de colores – muy parecida a la suya – cuando va a filmaciones en otros países y lo hace posar junto a los monumentos o a actores de cine, muy al estilo del gnomo de Amélie. Conozco a Tony porque es uno de los camarógrafos preferidos de la empresa de producciones de televisión en la que trabajo desde hace dos años.
Y sí, a Tony es al que culpo por querer bajar el pesadísimo libro de Fisk de mi estante.
En la tradicional cena navideña de la empresa, que se llevó a cabo hoy al mediodía en un restaurante italiano de Ealing Broadway, los ocho comensales nos acomodamos de tal manera que quedé sentada frente a Tony. Como a los dos nos encanta platicar sobre política, comenzamos hablando sobre Ken Livingston y Boris Johnson (ex alcalde y actual alcalde de Londres) y por alguna razón acabamos charlando sobre los inicios de la carrera de Tony.
Al estilo expresivo de mi madre, si uno se cruzara con Tony por la calle, uno no daría un quito por él. Pero cuando soltó así sin más que su primer trabajo como camarógrafo fue como asistente técnico de Jeremy Paxman durante la Guerra de Líbano de los 80, me quedé pasmada. Mientras nos retiraban los platos de las entradas y esperábamos el platillo principal, comenzó a contar anécdotas fascinantes que me recordaban incesantemente a las crónicas de Fisk.
Tony, hijo de una familia de carniceros de Somerset, confiesa que cuando recibió la llamada de los productores de la BBC, a duras penas conocía otras ciudades del Reino Unido. De un día para otro, estaba subido en un avión que aterrizó en un país que había oído nombrar en algún concurso de la televisión pero que no sabía bien en qué parte del mapamundi encontrarlo.
Llegó a Beirut sin entender de qué se trataba la guerra que iba a cubrir y los primeros días no se explicaba por qué aviones israelíes estaban volando en territorio libanés.
“Todas las noches, en el bar del hotel donde nos hospedábamos los corresponsales de guerra, Paxman pedía una media pinta de cerveza para mí y una pinta para él y comenzábamos a repasar los nombres de los grupos involucrados en el conflicto.
“Así es como aprendí del conflicto que de por sí era complicadísimo”, contaba mientras untaba mantequilla a su pedazo de pan.
Según Tony, Paxman lo hacía porque es una persona sencilla y atenta con sus compañeros de trabajo, pero también por la seguridad del equipo que encabezaba.
“Si yo no estaba bien informado sobre los bandos y los grupos y los motivos de uno y de otro, podía cometer el error de caminar en la dirección equivocada o hacer un cometario desatinado o responderle el saludo a alguien peligroso.”
Cuando el mesero me pidió permiso para colocar mi plato de ternera en salsa de limón con perejil, Tony empezó a contar sobre un día en el que vieron volar más bajo de lo normal a un avión israelí. De lejos les había parecido que no había nadie en la calle, pero unos segundos después alcanzaron a ver que los judíos le habían disparado a un joven que iba montado en su bicicleta, posiblemente intentando volver a casa.
“Era su táctica. Disparaban a alguien que andaba solo o distraído y cuando se acercaban los demás para ver si seguía vivo, regresaban y mataban al resto”.
Entre sus anécdotas contó también cómo todos los corresponsales de guerra le hicieron su novatada. Una noche, ya pasado de copas, Paxman comenzó a gritar en el bar que hoy le tocaba a Tony.
“Los corresponsales del New York Times, del Daily Telegraph, del Washington Post y de otros medios que ya no recuerdo, comenzaron a acercarse y a dejar billetes en la barra y a darme palmadas en la espalda mientras se carcajeaban.
“Estaban haciendo la colecta para pagarle a una prostituta a la que le habían dicho que debía de pasar la noche conmigo”.
Para cuando había terminado de comer un tiramisú algo insípido acompañado de un cappuccino, yo ya estaba metida de lleno en ese mundo en el que me había imaginado al leer cada página del libro de Fisk. Pero hoy estaba charlando con alguien de carne y hueso, alguien que me hablaba de Paxman como si fuera un amigo cualquiera y que recordaba, con unas mejillas que estaban más rojas de lo normal por las dos copas de vino tinto, que por lo menos en tres ocasiones estuvieron a punto de perder la vida.
Salí fascinada. No podía dejar de pensar que este tipo de episodios eran los que hacían de Londres y de mi trabajo (que a veces sinceramente alucino) algo difícil de abandonar.
Así que mañana pienso sacar mi libro de Vargas Llosa, que estoy leyendo intercaladamente con un libro de Haruki Murakami, y lo voy a sustituir por el de Fisk. Espero que pasen un par de meses antes de que comience a soñar de nuevo pesadillas. Probablemente, en mi lectura me acompañen ahora Tony y sus aventuras por Líbano con Jeremy Paxman.
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