28 de diciembre del 2008
Hoy dediqué mi día entero a caminar por Lisboa. Empecé por Chiado, barrio cerca del cuál está el hostal al que llegué ayer por la noche. Deseé que mis zapatos no se hubieran mojado en el paseo de ayer, ya que tuve que recorrer las calles empinadas y empedradas con mis botas altas de piel y al final del día me costaba trabajo caminar a paso normal.
Pasadas las 10 am, comencé a caminar y aún las calles eran tan silenciosas como ayer por la noche. Tuve que andar más lento al inicio, al sentir que el eco de mis tacones contra el piso podría despertar a la ciudad que aún parecía dormida. Seguía lloviendo levemente cuando salí – “spitting”, como le llaman los británicos a la lluvia finísima -.
Bajé por callecitas angostas, que en algunas partes se convertían en escaleras. Mi objetivo era llegar a Alfama, barrio antiguo que conocí a través del título de unas canciones de Madredeus. Había leído también que fue de ahí que se empezó a extenderse el fado, ritmo tradicional lisboeta, acompañado por la guitarra de 12 cuerdas y casi siempre con tonos melancólicos y letras igualmente tristes.
Primero, descendí por Chiado hacia la Plaza de Comercio, que solía ser una de las entradas principales a Lisboa por el Río Tajo. Cuando llegué, a penas abría un pequeño mercado dominical, una especie de tianguis de antigüedades, accesorios, libros usados y cosas viejas. En el centro de la plaza comenzaban a instalar lo que imagino sería un escenario que utilizarían como parte de los festejos de año nuevo. De ahí me dispuse a caminar hacia el barrio de Alfama, y comencé a subir por calles llenas de balcones con ropa tendida, paredes con azulejos pintados, edificios de color rosa, rojo, amarillo y azul con la pintura descarapelada. Andaba con cuidado y con algo de temor de perderme, pues a los pocos minutos me di cuenta de que las calles cambiaban de nombre en cualquier esquina.
Decidí seguir la caminata sugerida en la guía que cargaba conmigo que señalaba un recorrido hacia el castillo de San Jorge, pasando por algunos miradores de la cuidad y que después bajaba por Alfama. Al seguir el mapa, logré llegar a un par de miradores desde donde observé los techos tojos de las casas y finalmente entré al castillo de San Jorge. Era un castillo antiquísimo desde donde se veía toda la ciudad. En uno de sus patios, un señor tocaba música medieval con su flauta y lo acompañaban dos gatos negros. Uno de ellos se llamaba “Fluffy”. En ese mismo patio, pasé junto naranjos que tenían frutos maduros en pleno invierno.
Después bajé por las calles de Alfama, que eran un poco más coloridas, con gente más gritona, con un carácter más vivo y más humano, con aceras angostísimas y con más curvas que el resto de las calles por las que había pasado. Intenté seguir paso a paso el mapa de la guía, pero logré perderme y al bajar escaleras de pronto me topaba con puertas de madera vieja y pintadas de verde; o con túneles hechos de balcones donde escuché a gente charlando de ventana a ventana; o tenía que esquivar ropa limpia que estaba tendida en plena calle y que no se había alcanzado a secar por la lluvia de ayer.
Cuando me perdí, estaba buscando el Museo del Fado. Si bien sabía de la existencia de éste tipo de música, desconocía los detalles sobre sus orígenes y sus más famosos cantantes y músicos. Después de muchas vueltas llegué al museo que era pequeño, sin más información que la meramente necesaria y con mucho fado cantado por mujeres, por hombres y aprendí que Amalia Rodríguez es una de sus más famosas artistas.
Aprendí también que el fado se toca tradicionalmente en locales pequeños o en casas y casi siempre a puertas cerradas. Es una música triste y melancólica que, hasta que Amalia Rodríguez comenzó a grabar sus discos y se hizo famosa, era un tipo de música clandestina con letras que se inventaban en ese mismo momento, adaptándolas a los sentimientos de las mujeres que se habían quedado solas porque sus maridos se habían ido a la guerra o a las colonias portuguesas en África.
De ahí retomé mi camino de vuelta al hostal. Por coincidencia, esa noche se organizó la salida a un local tradicional de fado. “No es un local para turistas, sino para lisboetas”, nos explicó Bernardo, otro oriundo que la hacía de guía en el hostal. Pocos nos dimos cuenta de que habíamos llegado al local, pues sus puertas estaban cerradas y tuvimos que tocar para que nos abrieran. Salió un hombre de unos 60 años, ataviado con un traje gris, con chaleco y corbata verdes y bien peinado.
El nombre del local lo conocimos porque estaba escrito en sus menús, mas no en algún anuncio colgado en la calle. Se llamaba “Caldo Verde” y tal como lo había leído en el museo, era pequeño y en un rincón tocaban dos guitarristas: uno, una guitarra de 12 cuerdas y otro, una guitarra española clásica. El cantante podía ser el señor que nos abrió la puerta o cualquiera del público que quisiera pararse a cantar. En cuanto alguien empezaba a cantar, nos pedían guardar silencio. No era un local donde mientras se cenaba o bebía se escuchaba fado sino lo contrario.
La primera mujer que se paró a cantar estaba entre el público y, por su vestimenta más bien moderna, con botas grises y altas y un vestido negro que no le llegaba a las rodillas y que tenía un estampado de estrellas blancas de diferentes tamaños, no imaginé que cantaría tan bien y con tanto sentimiento. Su voz era gruesa y muy bien entonada y no pude evitar preguntarme si todo lisboeta tendría esa habilidad de cantar tan bien.
En este mismo local probé por primera vez el vino verde, un vino blanco espumoso y seco que se toma frío.
La noche terminó a eso de las 2 am, cuando la mayoría se pasó a un club nocturno mucho más moderno. Yo mañana parto a Barcelona, así que decidí regresar a dormir un poco. Me hubiera gustado estar más días en esta encantadora ciudad. Mañana pienso perderme de nuevo en algunas calles del centro, antes de tomar mi autobús que cruzará la Península Ibérica de punta a punta.
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