27 de diciembre del 2008
Llegué ayer por la noche a Lisboa. Sus calles estaban en silencio, casi vacías. Sólo las luces, los adornos navideños y los anuncios espectaculares llenaban la vista de ruidos. Siguiendo las indicaciones de un mapa que imprimí de internet, me dispuse a tirar de mi maleta por sus aceras hechas de pedacitos de piedras negras y de color crema. En medio de ese silencio, el ruido de las ruedas resultaba hasta escandaloso.
Lo primero que noté, con gusto al inicio, pero con un poco de preocupación después fue la inclinación de las calles lisboetas. Son calles que suben y bajan de manera dramática, son curvas que de pronto se vuelven angostas y después de unos metros de haber iniciado el recorrido, me percaté de que quedaba poco espacio para que alguien más pudiera caminar por la acera junto a mí y mi pequeña maleta marrón.
Se respira una tranquilidad única, pero no es una ciudad muerta. Es una ciudad que te acoge en silencio y que si te dejas perder en sus arterias que no siguen un orden racional, la conoces mejor y te disuelves poco a poco en ella.
Aún no he caminado mucho por sus calles. Hoy me uní a un recorrido en auto que nos llevó a siete pasajeros y a un conductor (Lisboeta él, llamado Bruno) por Sintra, Belem, el Palacio de Pena, Cascaiç y el punto más al occidente de Europa. En Sintra se refugiaba Lord Byron y toda ella está llena de callecitas angostas con una influencia árabe que se refleja en los azulejos pintados que llenan las paredes de sus casas y locales. En medio de nuestro recorrido, paramos en dos tiendas que vendían tartas.
"Los dulces son parte de nuestra cultura porque al ser los portugueses uno de los primeros en comerciar con los árabes, trajimos el azúcar y empezamos a hacer experimentos con ella", explicaba Bruno, un joven moreno de ojos verdes, risueño, conductor y guía. No únicamente los dulces, - que de tanta azúcar pueden empalagar a un paladar poco acostumbrado - sino también en la arquitectura de sus palacios se ve y se nota la influencia árabe. Bruno asegura haber leído recientemente un artículo que aseveraba que el 54% del DNA de los portugueses proviene de los moros.
Tuvimos poca suerte con el clima. La caminata para llegar al Palaço da Pena fue sólo el inicio de un día húmedo y brumoso, raro en estas partes de continente. Es como si Londres no quisiera que lo desplazara cada vez que piso nuevas ciudades que encuentro fascinantes de alguna manera.
Pese a esa humedad que goteaba agua por todas y cada una de las partes expuestas a la intemperie, el Palaço da Pena me mostró una manera diferente de ver los espacios. Arcos, caminos que llevan a jardines ocultos desde donde se ve bosque y mar, un saturar de decoraciones en los techos y las paredes por "el horror al vacío", sillones tallados en madera con un detalle tan complejo y continuo que hacía difícil encontrar un inicio y un fin. Amarillos, rojos, azules, verdes, rosas. Cúpulas con bebederos, plantas tropicales, motivos para construir palacios como el mero amor al arte o a una bella mujer.
De ahí fuimos a las playas de Cascaiç, que son de un azul único. No es el azul turquesa del Caribe, pero tampoco el azul profundo, azul marino de los mares del norte que conozco. Es un azul único, con arena sin rocas, con olas que rompen limpias y salpican sal y espuma al que pasa a su lado. Es como un azul verde pero un poco más azul que verde.
También leí un tablón de piedra pegado a una columna que anuncia que estamos parados en un punto donde "termina la tierra y empieza el mar", porque es el punto más al occidente de todo Europa. Y seguimos por la costa y llegamos a Belem. Un lugar que fue absorbido por Lisboa pero que antes era un lugar lejano. Belem tiene monumentos como su torre que imponía con su presencia a los navegantes que llegaban al puerto cuando Portugal vivía su época de oro como potencia naval, pero que después se convirtió en prisión y después sólo un recuerdo de esos grandes tiempos. Frente a ella está el monasterio de los Jerónimos que impone por dentro y por fuera. Se le nota la edad en los estilos góticos, en sus detalles de los techos altos, y pese a que sólo se alcanza a ver desde lejos y desde abajo, el tiempo se ha quedad con algunas partes del techo y de las columnas y se ha comido el cobre que ahora es verde. Belem también es famosa por sus tartas de crema pastelera con canela y azúcar por las que los lisboetas se forman 20, 30 minutos, aún en días como hoy que no dejó de llover de 9 a 9.
Aquí la vida pasa tranquila, lenta, de manera parsimoniosa. Se vive el hoy y se disfruta con una sonrisa. Aquí la gente disfruta vivir con calma los pequeños detalles de la vida. Ven el lado positivo dentro de lo inevitablemente melancólico. Es vivir orgullosos y felices de lo que fueron pero que ya no son, y celebran lo que ha sobrevivido a las derrotas y las guerras, como sus vinos, su gastronomía, sus tiempos. Son las sonrisas de los niños y niñas que tienen una paz que se transmite con sólo pasar a su lado.
Portugal y su gente es como ese alguien que te gustaría ser, porque es feliz con lo que tiene, con su cultura, su herencia, pero no impone nada. Sólo disfruta y goza.
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